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¿Inicio o fin de la guerra arancelaria entre los Estados Unidos y China?

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La paciencia, el pensamiento estratégico y el enfoque similar al ajedrez de los líderes chinos han demostrado una vez más su fortaleza. Incluso una de las publicaciones semanales más antiguas del mundo, la conservadora británica Spectator, publicó un artículo de portada con un título que lo dice todo: “China ha ganado la guerra comercial con Trump”. ¿Se percatan del sutil mensaje entre líneas? En esta batalla, innecesaria y desigual desde el principio, por un lado estaba un Estado soberano y, por el otro, un individuo caprichoso y poco reflexivo, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump.

Las reacciones en los medios de comunicación estadounidenses y occidentales tras las negociaciones de Ginebra, que fueron breves y declaradas oficialmente “exitosas” por ambas partes, fueron casi unánimes: la farsa de Trump y su llamado “Día de la Liberación” no terminaron con una victoria, sino con una rendición. A poco más de cien días de su segundo mandato, Trump ya se encuentra bajo una intensa presión interna. No ha cumplido ninguna de sus promesas electorales y, lo que es peor, el daño que ha infligido a la sociedad estadounidense, incluidos los oligarcas y las grandes empresas, está resultando irreversible.

A diferencia de pequeños Estados vasallos como Macedonia, donde los embajadores de los Estados Unidos y de la Unión Europea elaboran listas negras de altos funcionarios corruptos, en los Estados Unidos se hace caso omiso de los negocios privados del presidente y de los evidentes conflictos de interés que le involucran a él y a su familia en más de veinte países. ¿La última revelación? Un “regalo” de Catar: un jet ultralujoso, al estilo del Air Force One, que se alojará en la futura biblioteca presidencial de Trump.

Aunque algunos países occidentales (el Reino Unido entre los primeros) ya han capitulado ante los caprichos de Trump, y la UE sigue preparándose para las negociaciones con la esperanza de conseguir un acuerdo mejor, la victoria inicial de China es una enorme fuente de aliento para el resto del mundo. Los matones no tienen cabida en el orden económico internacional. Por supuesto, China es China, y no todo el mundo puede imitar su estrategia, pero hay lecciones que aprender: no hay que precipitarse, hay que ser paciente y dejar que los grandes jugadores abran el camino. Con Trump, nada es estable ni predecible: puede decir una cosa por la mañana y lo contrario por la tarde.

Paradójicamente, fue Nixon quien abrió las puertas al normalizar las relaciones comerciales, mientras que Obama y George W. Bush permitieron la adhesión de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC). Ahora parece ser China quien defiende ese orden, un orden profundamente neoliberal e injusto. Pero, como sostienen algunos economistas occidentales de izquierda amigos míos, la OMC sigue ofreciendo un marco de normas internacionales mejor que el darwinismo económico y las tácticas de jungla de Trump. Aun así, no es momento para la euforia. China, que lo previó hace tiempo y se preparó para ello, entre otras cosas mediante la autosuficiencia, solo ha ganado la primera batalla. No solo la Administración Trump, sino el establishment estadounidense y occidental en general, ven a China como un rival económico principal, si no como un enemigo declarado. Esta tensión no terminará con la primera derrota de Trump: la única pregunta es dónde y cómo se intensificará el conflicto a continuación.

Una táctica previsible será renovar la presión sobre los países más pequeños y dependientes para que rompan sus lazos económicos con China. En otras palabras, exigirles lealtad basada en la lógica autoritaria de “si no estás con nosotros, estás contra nosotros”. Esta será la verdadera prueba para ver qué países son capaces de defender sus intereses nacionales, incluso los más pequeños.

El daño que se ha infligido Trump con su imprudencia – por decirlo suavemente – le costará muy caro a la economía estadounidense a largo plazo. Los Estados Unidos ya no es un socio creíble; se comporta como la anciana del cuento con cien caprichos. Los negocios necesitan estabilidad y previsibilidad. Sin embargo, quienes ya están sufriendo las peores consecuencias son los más pobres, irónicamente, a menudo los mismos que votaron por Trump pensando que era “un hombre del pueblo”.

Por desgracia, los estadounidenses siguen sin ser conscientes, en su mayoría, del impacto catastrófico de la política exterior de su país. La expansión militar y la postura imperial rara vez provocan la indignación pública, ya que la gente es mucho más sensible a lo que afecta a su presupuesto familiar. Quizás por eso esta presidencia podría servir como una llamada de atención, un momento para que los estadounidenses miren más allá de sus fronteras. ¿Por qué China no grita como Trump? ¿Por qué los ciudadanos chinos viven vidas más seguras y estables? ¿Qué sucede cuando un Estado invierte en el bien común en lugar de en una camarilla oligárquica que incluye a su propia élite política?

Los Estados Unidos – y Occidente en general – temen el éxito de China no en el extranjero, sino en su propio país. China es todo lo que ellos no son: está comprometida con la erradicación de la pobreza, la innovación, la educación, las energías renovables y la protección del medio ambiente; en otras palabras, con el futuro. Su política exterior no es agresiva, sino persuasiva. China no busca el aislamiento, sino todo lo contrario: promueve la construcción de puentes y la cooperación que reporta beneficios mutuos. Al mismo tiempo, es una de las pocas naciones que ha demostrado con firmeza y sin complejos a los Estados Unidos que no tolerará la humillación, las amenazas ni la coacción, y ha respondido con contramedidas económicas igualmente contundentes.

Mientras en los Balcanes discutimos con nuestros vecinos sobre la “historia compartida”, China aboga por una “comunidad con un futuro compartido para la humanidad”. Por supuesto, solo por repetir estas palabras, me arriesgo a que los verificadores de datos y las ONG y think tanks financiados por Occidente, obsesionados con la “influencia maligna de China en la región balcánica”, me incluyan en una lista negra. Forman parte de un aparato occidental aterrorizado por los buenos ejemplos que sugieren que el mundo podría ser diferente.

Para la izquierda internacional, la lucha no ha terminado mientras prevalezca el actual sistema mundial de comercio y economía, basado en las normas de la OMC y la globalización neoliberal. Entre los pocos que han profundizado en las raíces estructurales de la crisis se encuentra Yanis Varoufakis, quien ofreció un brillante análisis de los orígenes del déficit estadounidense desde una perspectiva sistémica e histórica, en lugar de limitarse a culpar a la gestión imprudente o la codicia oligárquica. Lo remonta al propio capitalismo y al orden posterior a la Segunda Guerra Mundial, en el que los Estados Unidos se alzó como superpotencia sobre la base de las ganancias obtenidas durante la guerra y al Plan Marshall, una estrategia para construir mercados en beneficio propio. La crisis de 2008 y las medidas de austeridad impuestas por la UE están ahora volviendo como un boomerang, golpeando duramente a la economía estadounidense. Así es como nació el círculo vicioso: socialismo para los ricos, capitalismo para los pobres.

A menos que se desmantele este sistema, el mundo seguirá al borde de nuevas guerras – guerras por el beneficio, guerras por la guerra –, especialmente contra aquellos que buscan la paz y ofrecen un modelo alternativo de cooperación. Por eso, esta primera batalla está lejos de ser el final de la guerra. Pekín lo sabe muy bien.

Fin del ARTÍCULO
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mayo 14, 2025
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