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Los fracasos de Estados Unidos en la guerra y en la lucha contra el racismo: una advertencia para sus aliados

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Globetrotter

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El 26 de mayo de 2021, el presidente Joe Biden ordenó a las agencias de inteligencia estadounidenses que – en un plazo de 90 días – presentaran un “análisis de los orígenes de COVID-19”. Esta medida se tomó tras semanas de especulaciones en torno a la afirmación de que el virus había salido de un laboratorio chino, específicamente, del Instituto de Virología de Wuhan. Después un año rechazado – lógicamente – esta afirmación, considerándola una teoría de la conspiración trumpiana, los comentaristas centristas y liberales de Occidente han resucitado la hipótesis de la “fuga del laboratorio” tomando como referencia las acusaciones y afirmaciones hechas por los líderes estatales y los medios corporativos de Estados Unidos. Mientras tanto, Facebook y otros gigantes de las redes sociales revirtieron – de la noche a la mañana – la censura a la desinformación de las fugas de laboratorio, impulsados por una vergonzosa mezcla de insinuaciones de fuentes de inteligencia estadounidenses no identificadas y vagas acusaciones de impropiedad relacionadas con la investigación de la Organización Mundial de la Salud sobre los orígenes de la pandemia a principios de este año.

Justo a tiempo, los mejores analistas de inteligencia del país entregaron su informe a la Casa Blanca el 24 de agosto y publicaron un resumen no clasificado tres días después. La noticia, que en su día fue muy esperada, cayó como un borrón y cuenta nueva y fue enterrada por el ciclo de noticias habitual en menos de un día. Esto sucedió, en parte, por la naturaleza no concluyente de los hallazgos: cuatro miembros de la comunidad de inteligencia (IC) y el Consejo Nacional de Inteligencia concluyeron “con poca confianza” que el SARS-CoV-2 surgió de la “exposición natural”, otro miembro del IC se inclinó “con confianza moderada” hacia la filtración de laboratorio, y otros tres no se comprometieron de ninguna manera, aunque naturalmente todos estuvieron de acuerdo en que “Pekín… sigue obstaculizando la investigación global, se resiste a compartir información y culpa a otros países, incluyendo a Estados Unidos”. Pero lo que realmente condenó el informe al olvido fue un fracaso evidente de la inteligencia estadounidense – y de todo el aparato imperial – a una escala mucho mayor: la total derrota del régimen títere de Estados Unidos en Afganistán por parte de los talibanes, que en 10 días capturaron casi todas las capitales de provincia (excepto una), incluyendo Kabul.

Una línea de continuidad poco explorada que vincula ambos acontecimientos es el intento de Biden de restaurar la base tradicionalmente multilateral del imperio estadounidense, estableciendo una marcada diferencia con su predecesor Donald Trump. Mientras que Trump retiró drásticamente a Estados Unidos de la OMS en el punto álgido de una pandemia mundial en 2020, alegando un sesgo totalmente ilusorio a favor de China, uno de los primeros actos de Biden en el cargo fue reincorporarse a la organización. El director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, celebró debidamente el restablecimiento del financiamiento estadounidense contradiciendo la propia evaluación de la misión de la OMS, como parte de un estudio conjunto con China, de que “la introducción a través de un incidente de laboratorio se consideraba una vía extremadamente improbable”.

La inclinación de Biden por perseguir la nueva guerra fría a través de canales multilaterales, ha continuado en su compromiso con el G7 y la OTAN. Trump denigró notablemente a ambos foros y se deleitó en alienar a los vasallos subimperiales de Estados Unidos. Biden, mientras tanto, ha usado estas cumbres con grandes resultados como cortinas aparentemente internacionalistas para ir cercando militarmente a China. En junio, un comunicado de la Cumbre de Bruselas de la OTAN identificó por primera vez “las ambiciones declaradas y el comportamiento asertivo de China” como “desafíos sistémicos al orden internacional basado en normas y a las áreas relevantes para la seguridad de la Alianza”. En los meses transcurridos, Gran Bretaña, Francia e incluso Alemania han lanzado incursiones navales performativas en el Mar de China Meridional – que es casi lo contrario al objetivo aparente de la Alianza en el Atlántico Norte –.

La respuesta de Biden y los demócratas al aumento interno del racismo antiasiático, desvinculándolo retóricamente de su agresión imperial contra China, ha seguido una lógica similar. Atrás quedaron los días de bombardeo presidencial sobre el “virus de China” y la “gripe Kung”. En su lugar, tras el tiroteo en el spa de Atlanta del 16 de marzo, los demócratas trabajaron horas extras para identificar a Trump y a sus leales como el único lugar de la violenta animadversión anti asiática. Extendieron la promesa de la plena inclusión en la sociedad estadounidense y la protección frente a actos aislados de terror justiciero, una promesa de alguna manera suscrita por un sistema policial violentamente racista y condicionada a muestras empalagosas de lealtad al proyecto imperial. La incorporación selectiva por parte de Estados Unidos de la diáspora asiática, y en particular de la china, a cambio de la connivencia activa de los asiático-americanos en la implacable demonización por parte de Estados Unidos de sus países de origen, tiene un amplio precedente histórico. El hecho de que Biden firmara, el 20 de mayo de 2021, la Ley de Crímenes de Odio COVID-19 (previsiblemente hipercarcelaria), apenas unos días antes de ordenar a su aparato de inteligencia que avivara las llamas del odio sinófobo promoviendo el mito de la fuga de laboratorio, es un testimonio de la inestimable hipocresía del “antirracismo” liberal.

Ninguna figura de la administración de Biden encarna tan a fondo la vacuidad de esa política como Kamala Harris, una ex fiscal infamemente vengativa que ahora es festejada como la primera vicepresidenta negra y asiática. Coincidencia o no, ella también se encontró desempeñando un papel secundario en la guerra híbrida contra China mientras los planes imperiales de su Gobierno en Afganistán se precipitaban hacia su innoble desenlace. Mientras el humilde ejército estadounidense evacuaba de forma caótica la única porción de territorio afgano que le quedaba por controlar después de 20 años de guerra – asegurándose de cometer algunos crímenes de guerra de despedida para que los sufridos civiles la recordaran –, a Harris se le encomendó la tarea de alistar a Singapur y Vietnam en las maquinaciones de Estados Unidos en el Mar de China Meridional. Al menos, Vietnam no mordió el anzuelo, sino que reafirmó sus lazos históricos con la República Popular China como Estado socialista.

Dicho esto, el fracaso más espectacular de la vuelta de Estados Unidos a las estructuras tradicionales de alianzas es sin duda la propia retirada de Afganistán. La ironía es ineludible: Joe Biden, que tanto apostó por el multilateralismo y una limpia ruptura de reputación con su predecesor, ha enfurecido a sus “socios de coalición” al cumplir el compromiso unilateral de Trump de poner fin a 20 años de brutal ocupación militar. De manera extraordinaria, Estados Unidos ha convencido a sus aliados occidentales para que acepten la derrota sin paliativos de un proyecto imperial común, que él mismo inició, dañando gravemente sus relaciones con sus aliados en el proceso.

Por supuesto, Estados Unidos y sus aliados ya están socavando las perspectivas de una paz duradera al amenazar al nuevo Gobierno afgano con sanciones debilitantes y con el alarmismo de un nuevo eje “Talibán-Pakistán-China”. Esta confluencia de acontecimientos no ha pasado desapercibida en China, donde el ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, ha instado a Estados Unidos a “trabajar con la comunidad internacional para proporcionar a Afganistán la ayuda económica, de subsistencia y humanitaria que necesita urgentemente”, al tiempo que condenaba “el llamado informe de investigación sobre los orígenes de COVID-19 elaborado por la comunidad de inteligencia estadounidense” en una llamada con el secretario de Estado de EE. UU., Antony Blinken.

En la febril imaginación de los planificadores de la guerra de Estados Unidos y sus aduladores de los medios de comunicación, los mayores enemigos ideológicos, de civilización y raciales del imperio del último siglo – el comunismo, el yihadismo islamista y una China en ascenso – parecen estar fusionándose en uno solo. Es de esperar que los últimos acontecimientos hayan enseñado a los posibles socios de Estados Unidos a pensárselo dos veces antes de seguirlos – una vez más – hacia el abismo.

Fin del ARTÍCULO

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